31 julio 2012

LE COSTABA CREERLO

Le costaba creerlo. No se reconocía en la actitud beligerante, en la voz firme con la que iba desgranando todos los agravios acumulados durante aquellos años de trabajo sometido a presión permanente para alcanzar los objetivos, que su jefe, sentado ahora frente a él y observándole con expresión sorprendida, incluso incrédula, le marcaba de manera inmisericorde en cada reunión quincenal.

En la última, compartida con los demás responsables de departamento, compañeros reconvertidos en oponentes y en cuyas miradas huidizas se podía leer el sentir unánime del “sálvese quien pueda”, él había intentado razonar ante el Director y explicarle que la crisis que sufría el país menguaba las expectativas de venta, y que las cifras que pretendía se alcanzaran, resultaban prácticamente imposibles de conseguir por más empeño y esfuerzo que uno le dedicara.

-“La empresa necesita obtener esa cuota de ventas para mantenerse. En otro caso, habrá que tomar decisiones drásticas y desagradables a las que no nos gustaría llegar”. Esa había sido su cortante respuesta ante los argumentos esgrimidos.

-“Decisiones drásticas y desagradables”. -¡Qué eufemismo! Llámelo usted despidos en cadena. Es más concreto e igual de amenazador, pensó y se atrevió a decir en voz alta.

Éste último, había sido un trimestre desmoralizador. A pesar de las largas horas de trabajo en su pequeño despacho, de las insistentes llamadas y visitas a los clientes más importantes, de intentar motivar al equipo de ventas del que era responsable y de hacerles ver la gravedad de la situación, las cosas no funcionaban, se estaban deslizando por una pendiente en la que el peligro era cada día más evidente.

Llevaba mucho tiempo notando aquella opresión en el pecho que en algunos momentos le impedía respirar. Sentado en el sillón, cerraba los ojos inspirando profundamente todo el aire del que era capaz, para soltarlo después con lentitud e intentar relajar la tensión que le constreñía. Imaginaba sobre su cabeza una espada sujeta por un hilo apenas perceptible, que podía desprenderse en el instante menos esperado y fulminarle el cerebro.

Siguió mirando el rostro grave de su jefe, su mirada extrañada y un punto colérica, sabía que se estaba jugando su puesto, pero ¿acaso no lo iba a perder hoy, mañana, o dentro de un mes? La crisis no iba a desvanecerse de un día para otro, aún tenía un largo recorrido.

-Sé que mi puesto está amenazado y también el de los responsables de los otros departamentos, pero también lo está el suyo, no lo dude, dijo sin temblarle la voz.

Tendido en la camilla, mientras lo llevaban apresuradamente a través de los pasillos del hospìtal, el rostro del Director de la Empresa fue perdiendo el rictus áspero y contraído y las facciones se le fueron suavizando. E intuyó que aquel infarto podía ser, quizá, su tabla de salvación.

Mayte, l-Julio-2012




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